SOR PRUDENCIA MONTES DÍAZ
 Hermana de la Caridad del Sagrado Corazón de Jesús (Hermanas Corazonistas)

La Venerable Isabel Larrañaga fundó en 1890, para su naciente Congregación, el Colegio de San José de Fuensalida (Toledo). Las Hermanas están cumpliendo en este curso escolar 128 años educando en la fe a los niños y jóvenes de esta localidad.

Las Hermanas de la Caridad del Sagrado Corazón de Jesús (Hermanas Corazonistas), que así se llaman, tienen dos religiosas de su Congregación ya beatificadas: se trata de las Beatas Rita Dolores Pujalte y Francisca Aldea, mártires de la persecución religiosa, que fueron apresadas y fusiladas el 20 de julio de 1936. Las dos habían pasado parte de su vida en el colegio de Santa Susana y juntas salieron de él para alcanzar la palma del martirio. El colegio estaba enclavado en el Barrio de Las Ventas, entonces una de las zonas suburbanas de Madrid.

Otras mártires corazonistas son las hermanas de sangre, Sor Trinidad y Sor Elena Cuesta Arribas, destinadas también en el Colegio de Santa Susana de Madrid. Fueron fusiladas por milicianos republicanos, haciéndose pasar por policías, el 15 de octubre de 1936 junto a la Plaza de toros de Las Ventas (Madrid).

La quinta mártir es Sor Prudencia Montes Díaz, vinculada a nuestra Archidiócesis por estar destinada en el Colegio que la Congregación tenía en Navahermosa (Toledo).

Tras la fundación de Fuensalida, llegó la de Navahermosa. Para que en los habitantes de esta localidad ardiese también la llama de la fe, el párroco don Simón Corral, dispuso en su testamento que su casa familiar se entregase a una Comunidad de religiosas de enseñanza. Las Hermanas de la Caridad se establecieron en diciembre de 1920. En 1921, don Braulio Uceta y don Pascual Lancha [+1936], párrocos de Los Navalmorales y Ventas con Peña Aguilera, como albaceas testamentarios, en unión del ecónomo de esta parroquia, don Eustoquio García Merchante [+1936], después de vencer innumerables dificultades, inauguraron -el 2 de enero de 1921- un Colegio de primera enseñanza. El 7 de enero dieron comienzo las primeras clases. De este Colegio serán alumnos, entre otros, el siervo de Dios Isabelo Esteban-Manzanares [+1936] o monseñor Juan García-Santacruz Ortiz (1933-2011), que fue obispo de Guadix-Baza.

Para conocer esta historia vamos a seguir los capítulos VI y IX del libro “Pinceladas históricas de las Hermanas de la Caridad del Sagrado Corazón de Jesús” escrito en 1973 por Sor María Mallo del Corazón de Jesús [páginas 64-82 y 114-120]. Justo un año después -en junio de 1974- el Colegio de Navahermosa cerró sus puertas.

Llevaban ya las Hermanas quince años trabajando en Navahermosa cuando estalló la guerra civil. El 22 de julio de 1936, a las siete de la tarde, se personó en la portería el Secretario de la Casa del Pueblo, a quien escoltaba otro sujeto armado, y a entrambos seguía un grupo de mujerzuelas que se detuvieron en la calle, detrás de los hombres.

Sin pasar el dintel, comunicó el Secretario la orden tajante a la Superiora: “Tenéis que desalojar la casa de cuanto tiene. Y mañana a las ocho en punto, listas para abandonar el pueblo, y sin excusa ni apelación. Entendido, ¿eh?”.

La noticia de la orden cundió por el pueblo y, no bien se retiraron, empezaron a llegar antiguas alumnas y vecinos amigos del Colegio y de la Comunidad. Pero, ¿qué podía hacerse a tales horas y con un plazo de tiempo tan perentorio? ¡Desalojar el Colegio! Aquello parecía una burla. Porque, además, hubiese sido grande crimen y temerario compromiso guardar cosa alguna de las religiosas. Se pensó, únicamente, en salvar ropas y objetos del culto. Lo demás quedó a la rapiña del populacho alocado y enfurecido. Providencialmente llegó en la misma hora, el joven sacerdote y antiguo alumno, don Isabelo Esteban Manzanares, quien puso a salvo el Santísimo Sacramento, saliendo furtivamente con el Tesoro infinito de las Hostias consagradas.

La novedad de la disposición dictada por la Casa del Pueblo atrajo también numeroso populacho a la calle del colegio, y el lenguaje más vil y soez era aplicado a las religiosas y a la religión en general por aquellas pobres gentes, para quienes la compasión de las Hermanas tenía una sola respuesta. La oración del Señor crucificado: “Perdónalos, que no saben lo que hacen” (Lc 23,34).

Por fin, montaron una guardia de hombres armados frente a la casa, y en relevos convenidos, permanecieron allí toda la noche.

La pequeña Comunidad contaba en aquel momento con cuatro Hermanas: Sor Nieves Ferreiro, que era la Superiora, Sor Honorata García-Esteban, Sor Arsenia López y Sor Prudencia Montes.

Naturalmente, aquella noche [la del 22 de julio de 1936] no pensó nadie en acostarse. Pensaron y con harto dolor, dejar sus hábitos religiosos y vestirse de seglar. Porque la orden del Alcalde urgía, y dentro de breves horas, con el coche de línea, saldrían las cuatro [Sor Nieves, Sor Honorata, Sor Arsenia y Sor Prudencia] en dirección a Toledo.

Pero no todo eran allí dobladas y alevosas intenciones.

-“Hermanas, por amor de Dios, no vayan en el coche de las ocho. Miren que los de la F.A.I. (partido anarquista) las esperan en tal lugar, apartado y solo, para hacerlas bajar…”, les dijo alguien que las quería bien. Claro es, que no todos eran posesión de la maldad en el mismo grado.

Son las ocho menos cuarto de la mañana. Las Hermanas salen del colegio, pero no irán en el autobús de línea, ni tampoco en dirección a Toledo, distante a 50 kilómetros de Navahermosa. Se niegan rotundamente y mantienen su postura.

“-¡Prohibido en absoluto quedarse en casa alguna del pueblo!”, vocifera uno de los jefes de la situación marxista, encargado de que lo ordenado se cumpliera. Un escalofrío recorre el ánimo de las familias amigas que habían ofrecido albergue a las Hermanas; su acción nefanda tendría como pena la muerte.

Las Hermanas están en medio de la calle, con las manos vacías, sin provisiones ni equipo de ningún género… Pero al coche de línea no suben. Y dan las ocho en el reloj público… ¿Qué hacer? ¿A dónde dirigirse?

Son jóvenes, fían un poco de sus fuerzas y mucho de la ayuda de Dios.

Salen, pues, de Navahermosa escoltadas por dos milicianos hasta emprender el camino de la sierra. “En unas jornadas, pensaban entre sí, podremos llegar a Guadalupe. Una vez en el Santuario, ya tenemos cerca a la familia de Sor Arsenia López”. Esta cristiana y honrada familia vivía en la provincia de Cáceres, en cuyo término estaba el Monasterio citado. ¡Cuánto se equivocaban, y que diferentes eran los designios de Dios!

Llegan a Hontanar, primer pueblecito serrano; pero ya se les habían adelantado los del Comité de Navahermosa con la orden de que las detuvieran y les cortaran el paso. Vuelven hacia atrás y, entonces, topan con milicianos también de Navahermosa que, arma al brazo, les intiman que al pueblo no vuelvan en manera alguna. Un viejo pastor les sale al paso algo después, y también les dice que no bajen al pueblo, y que se escondan por donde puedan; que acaban de matar a un hombre delante mismo del Ayuntamiento.

El asesinado fue don Bruno Sánchez Gabriel, buenísimo y honrado labrador; primera víctima de la vesania roja en la infortunada villa de Navahermosa.

Al fin, se internan por entre los olivares y comienzan un rodeo que las aproxima al cementerio del pueblo. En una caseta de las huertas les brindan acogida para aquella noche. Más al sentir y ver con la claridad de la luna la camioneta en que llevaban al cementerio al señor Sánchez, el dueño de la casucha empezó a sentir miedo y preocupación por la presencia de las Hermanas.

Cortésmente le dieron ellas las gracias por la buena voluntad con que les había brindado su humilde techo y salieron a cobijarse entre las breñas y matorrales de la serranía, temiendo más a los hombres que a las alimañas de los montes.

Con la luz del amanecer intentaron llegar a otra caseta de las huertas, pero las pobres gentes, atemorizadas por las detenciones y el principio de los asesinatos, temían, y rogaban a las Hermanas que se alejasen.

A la caída de la tarde y jugando al escondite con la fiereza de los hombres, intentaban, por caminos extraviados, pasar el pueblo de Hontanar, sin ser vistas, y seguir el camino de Guadalupe, de escasos peatones y menos tránsito por aquellos lugares.

También por aquí les salió al paso un hombre de este pueblo, y se les acercó lamentando y recriminando a sus vecinos, a su Alcalde, sobre todo, y a los de Navahermosa, el trato que les estaban dando. De repente, aparecen tres milicianos armados hasta los dientes, que intiman al señor Seisdedos, según le llamaron, a que siga adelante, si no le disparan. “¡Apártate de esas mujeres, rápido!”. El hombre apresuró el paso, y volviendo de vez en cuando la vista murmuraba estas palabras: “¡Me las matan y son tan buenas! ¡Infames, infames!”.

Con aire de triunfo les dice uno de los tres milicianos, a quien las Hermanas reconocieron por Galo Lobo de Navahermosa:

-“¿Cuánto tiempo lleváis sin comer?”.

-“Llevamos dos días, pero no tenemos hambre, solo sed”.

-“Sentaros ahora mismo y a comer pan y chocolate, que nos los dio para vosotras el segundo Alcalde de Navahermosa”.

-“Imposible, dijo Sor Nieves, tenemos mucha sed y por aquí no hay agua”.

Casi a punta de fusil les hicieron ingerir unos bocados, y luego, a toda prisa, las acompañaron al pueblo de Hontanar y las llevaron a la cárcel. La zozobra que pasaron por el camino con la compañía de aquellos hombres tuvo por compensación aquel final.

En la cárcel de Hontanar se encontraron con don Félix Romero, padre de una buena amiga del colegio de Navahermosa, que, por esos días, estaba en Hontanar.

Los de Navahermosa, ante de retirarse dijeron al Alcalde:

-“Mañana extiendes un salvoconducto, se lo das a estas y las echas camino adelante, para donde quieran ir”.

Una vez solos y libres de la presencia de los de Navahermosa, el Alcalde de Hontanar, señor Petronilo Sánchez, dejó en libertad a las hermanas, y las mandó a dormir a casa del señor Romero, cuya hija, doña Marina, las compensó con sus atenciones de tanto sufrimiento y amargura como llevaban en el corazón. El de ella también estaba torturado por la detención de su padre, casi anciano y de flaca salud. Más tarde fue una de las víctimas que pago con la vida el triunfo de la Cruzada.

El señor Petronilo, desconfiado de la seguridad de las Hermanas, mandó a las milicias de Hontanar que guardaran toda la noche aquella casa.

Con provisiones para dos días salieron a las cinco de la mañana, acompañándolas un buen trayecto, una antigua y fiel sirvienta de la familia del señor Romero. Doña Marina recomendó a los dueños de una de las casetas del camino que las dieron acogida la noche siguiente. Irían por una carretera de poco tránsito hacia el norte de la provincia de Cáceres. ¿Sería verdad que llegarán?

Pronto vieron que los de Navahermosa no las perdían de vista. Ni ellas ganaban para sustos, porque les salían acá o allá cuando menos lo esperaban; y si no eran ellos eran otros en inteligencia con ellos.

Convencidas, pues, por sí mismas, y aconsejadas por algunos vecinos de las casetas de la solitaria carretera, antes de alborear el quinto día, emprendieron la marcha monte adentro, perdiéndose por la serranía de las Navillas. Después de mucho andar sin norte ni camino, dieron con una caseta, mejor diríamos, una cabaña de pastores, en la que vivía una humilde y cristiana familia, que apacentaba sus ganados por aquellas lomas y parajes. Con el matrimonio vivían dos hijos de corta edad. Dieron a las Hermanas bondadosa acogida y un lugar para pasar la noche. Por el día deberían alejarse... El temor a que las buscaran fue la razón de aquella medida de prudencia. La comida era pobre y frugal, pero sana. Se sentían muy agradecidas.

Pasaron unos días y, ni para dormir podrán volver a la cabaña. Su dueño, don Jacinto Gálvez, debía ser conocido por su nobleza de corazón y su bondad. Y a su pobre vivienda volvíanse los ojos de muchos desgraciados.

Cierto día llegó un buen hombre, antiguo alumno del colegio de Navahermosa; iba descalzo, herido en un pie y con el rosario en la mano como única esperanza. Le buscaban los milicianos, y él, huyendo de la muerte, saltó a la calle desde un balcón produciéndose la herida; pero daba gracias a Dios por haberle conservado la vida por entonces.

Otro día llegó un fugitivo, agotadas las fuerzas físicas y más agotadas las fuerzas del espíritu; ¡tanto había padecido ya! Se quedó merodeando en torno a la cabaña, y cuando los milicianos fueron en busca de las Hermanas, desalentado el pobre hombre, no tuvo fuerzas para huir. Lo apresaron y a los pocos días le quitaron la vida.

De este modo, la casita de los pastores era centro de fugitivos, y centro también de los perseguidores para la búsqueda de su caza. Así, las Hermanas tenían que pasar las noches entre las breñas. Al miedo y a la soledad que torturaba su espíritu, se añadió la tortura del hambre y de la sed. Era el mes de agosto, y días enteros pasaron sin probar el agua, porque la fuentecilla estaba en una solana descampada y no podían salir a ella sin el peligro de ser descubiertas. El relente de la noche y los rayos implacables del sol durante el día, llegó a quemarles la piel de la cara. Muchas otras molestias son fáciles de adivinar. Digamos solo que, en las contadas horas de tranquilidad, enseñaban a leer y a escribir a los niños de los pastores; que ayudaban a la buena mujer del señor Jacinto en la costura y en los quehaceres domésticos, y que consagraban muchas horas, y aun todo el día a la oración, porque nada como el peligro nos lleva a vivir pendientes de Dios.

Para terminar: era claro que aquella situación no podía sostenerse. Lo comprendían las Hermanas, y se hubieran ido antes, si la caridad y compasión de los buenos pastores no las hubieran retenido. El día 28 de agosto todo acabó. Ese día subió por aquellos parajes una turba de milicianos de Navahermosa.

Eran treinta milicianos los que acudieron a detenerlas: se mofaron de las tímidas religiosas, les hicieron ponerse en fila para fusilarlas; apuntan, deponen las armas… Y así, una y varias veces, gozándose en prolongar su terror o se las llevan. Por último, se impone uno, a quien llamaban “Félix el Feo”, persuadiéndoles de que en el pueblo les harían falta los servicio de aquellas mujeres.

Los milicianos detienen también al señor Jacinto, dueño de la cabaña por el delito de haber dado amparo a semejantes malhechores, como eran las cuatro monjas.

Andando a toda prisa, bajaron con su rico botín a la carretera, y después de un paseo triunfal por las calles de Hontanar y de Navahermosa (no merecía menos su gloriosa hazaña), dejaron al señor Jacinto Gálvez en la cárcel y a las Hermanas las condujeron al Ayuntamiento.

Allí las sometieron a un largo interrogatorio sobre las actividades en la sierra, y a un minucioso registro en el que desapareció el último dinerillo que les quedaba.

Ellas, en su corazón hablaban con Dios y le pedían que, de una vez, se dignara aceptar su holocausto, antes que vivir con tantos riesgos. Los cabecillas deliberaron y sentenciaron: “Presas en el cuartel y allí… que trabajen”.

Las Hermanas se resignaron (habrían preferido morir), pero pidieron fuerzas a Dios nuestro Señor y pasaron al cuartel. Les asignaron los servicios domésticos, y el tiempo que no reclamaran ellos lo pasarían en unas sucias habitaciones, con salpicaduras de sangre en las paredes, en el suelo y hasta en el techo. Inmediatas a estas, estaban otras, ocupadas por los señores más dignos de Navahermosa, todos conocidos y apreciados de las Hermanas.

Solo una frase oyeron que les dio cierta tranquilidad al ser encerradas. El jefe dio a todos una orden terminante: “¡Nadie se acerque a las dependencias de estas mujeres, ni de lejos!”. Y la orden se cumplió hasta el último día. ¡Pero, cuántos y qué intolerables sufrimientos pasaron durante veintidós días en aquel cuartel detestable y sucio!

 

«El 20 de septiembre de 1936, merced a la intervención de algunas personas, dejaron salir para Madrid a dos Hermanas que tenían familia en la capital: Sor Arsenia López y Sor Prudencia Montes.

Para las otras dos: Sor Nieves Ferreiro y Sor Honorata García-Esteban, fue imposible conseguir su salida. Veintisiete meses estuvieron en el Hospital de Navahermosa como únicas enfermeras, sin un día de descanso y con un trabajo abrumador, respetadas y queridas de todos. […] Las dos pudieron salir de Navahermosa a finales de diciembre de 1938. El 25, día de Navidad, se reunieron con Sor Francisca Cicuéndez y Sor Silveria Ramírez en la Puebla de Almoradiel (Toledo), religiosas del mismo Instituto».

El inicio de 1939 lo pasaron con una familia de Navahermosa en el pueblo conquense de Horcajo de Santiago. Abril trajo el final de la guerra y el regreso a Navahermosa, pero esa es otra historia.

Sor Prudencia Montes Díaz

«Nació en Alba de los Cardaños (Palencia), el 19 de mayo de 1899. El 15 de mayo de 1917 ingresó en la Congregación de “Hermanas de la Caridad del Sagrado Corazón de Jesús”, en Madrid. El 19 de marzo de 1920 hacía su profesión religiosa en el noviciado de Nuestra Señora de Valverde, cerca de la capital.

De ánimo más esforzado que robusta de salud, pasó los años de su vida religiosa en el ejercicio de la caridad, como enfermera en el colegio de Santa Susana y en otros quehaceres de su profesión. Cuando estalla la guerra civil española estaba en el colegio de Navahermosa (Toledo). Como ya contamos, el 20 de septiembre de 1936 los comandos rojos de Navahermosa la dejaron salir para Madrid. Fue recogida en casa de su hermana Eufemia que vivía en la calle de Méndez Álvaro.

Tímida por temperamento, se mostró intrépida ante el peligro sin ninguna vacilación. Durante los días de su prisión, aprovechaba todos los momentos libres para rezar el rosario, estuviera quien estuviera a la vista. Alguna vez le instaron las otras Hermanas para que omitiera el rezar entonces y no exasperara a los milicianos. Y con aplomo y serenidad les decía: “Si eso no nos excusa la muerte, ¿para qué disimular?”. Y seguía rezando y rezando hasta que el tiempo no le daba para más».

Además de Eufemia, Sor Prudencia, tenía otra hermana carnal viviendo en Madrid que se llamaba Benita. Su marido era hermano de un religioso pasionista, el padre Zenón Merino, que estaba detenido en la cárcel de Las Ventas.

Las dos hermanas, el 24 de octubre, se pusieron de acuerdo para que Sor Prudencia fuera a pasar dos días, siquiera, a Ciudad Lineal con Benita y la familia. Ésta aceptó la invitación sin mucha gana. Entonces quedó con una sobrina, llamada Florentina, en que pasarían a visitar al pasionista en la mañana del 27 de octubre, porque era día de visitas, y poder llevarle ropa y alimentos. Sor Prudencia había salido de casa de su hermana Eufemia hacia las nueve de la mañana. Tiempo normal para encontrarse con su sobrina en el lugar y hora convenidos. Pero nunca más se supo de ella.

Por su parte, Florentina llegó hacia las diez de la mañana, y su tía no acababa de llegar. La niña empezó a sentir miedo. Unas mujeres la asaltaron preguntándole que por qué estaba allí y para quién era el paquete que llevaba. Enteradas de que su destinatario era un preso se lo arrebataron de las manos y amenazaron con pegarle si no se iba inmediatamente. Asustada, rompió a llorar y se volvió a casa diciendo lo que había pasado.

Otro incidente complicó las cosas esa mañana. La aviación nacional había dejado caer sobre la capital unas cuantas bombas. Los objetivos militares a que apuntaban habían quedado muy dañados. Los milicianos y el populacho de aquellos barrios, enfurecidos, se vengaron atacando la prisión de Las Ventas desde los balcones y techos de las casas vecinas, cuando no desde la calle. Muchos lograron penetrar en ella y pusieron a los presos en gran aprieto y temor. Las autoridades acabaron imponiéndose y dominaron la situación. El padre Zenón declaró que hasta las cinco de la tarde no se volvió a la normalidad.

En informes que se conservan en la “Causa General” podemos leer: “al parecer, al llevar ropa a un familiar suyo que se encontraba detenido en la Cárcel de Ventas, fue reconocida por varias mujeres del lavadero público que existe frente a dicha prisión [no olvidemos que aunque Sor Prudencia estaba destinada en el Colegio toledano de Navahermosa, vivió muchos años en el Colegio de Santa Susana, próximo a la citada cárcel de Las Ventas] y apaleada brutalmente hasta el extremo de dejarla casi agonizante, llevándola en una camioneta en dirección que se desconoce”.

Colegio de Santa Susana (Madrid)

Colegio de Santa Susana (Madrid)

Fuensalida, Colegio San José, Antiguo Convento de los P.P. Franciscanos

Fuensalida, Colegio San José, Antiguo Convento de los P.P. Franciscanos