CARLOS GARZÓN PÉREZ
Ecónomo de la parroquia de Calzada de Oropesa (Toledo)
En Madrigal de las Altas Torres, provincia de Ávila, nacieron la Sierva de Dios Isabel la Católica y la Venerable Catalina de Cristo, de la que decía Santa Teresa de Jesús que “es muy gran santa”, y que fundó los Carmelos Descalzos de Barcelona y Pamplona. Bien, pues aquí también vino al mundo, un 21 de septiembre de 1872, nuestro protagonista: Carlos Garzón Pérez. Sus padres se llamaban Venancio y Carlota.
En “Mártires de nuestro tiempo. Pasión y gloria de la Iglesia abulense” (Ávila 2003), los sacerdotes Andrés Sánchez y José Antonio Calvo nos ofrecen los principales datos que se conversan del mártir. Habiendo cursado sus estudios eclesiásticos en el seminario conciliar de Ávila, recibe en esta ciudad la tonsura y las cuatro órdenes menores (ostiario, lector, exorcista y acólito). Era el año 1896. El subdiaconado, diaconado y presbiterado al año siguiente. Fue ordenado sacerdote el 12 de junio de 1897. El día 21 de diciembre de 1899 es nombrado cura ecónomo de Villanueva del Campillo (Ávila), donde permanecerá hasta su nombramiento como cura ecónomo de Vega de Santa María (Ávila) el 19 de mayo de 1905. Pasado algo más de un año, el 26 de octubre de 1906, pasa a ser cura ecónomo de Navarrevisca (Ávila). Recibirá el nombramiento de párroco de Pajares de Adaja (Ávila) el 5 de enero de 1913. A partir del 16 de noviembre de 1925 ejerce como párroco de San Bartolomé de Pinares (Ávila). Finalmente, el 10 de julio de 1936, recibe el nombramiento de cura encargado de Calzada de Oropesa (Toledo) y capellán de las MM. Agustinas recoletas.
Relata Fray Eugenio Ayape, O.A.R. en su obrita “La Calzada de Oropesa. Su santo Cristo y sus monjas” que, “hay unas páginas escritas a mano por alguna de las religiosas del convento del Santo Cristo de las Misericordias. Se conservan en el archivo. Se trata de un relato apasionante de todo aquello que aconteció en el monasterio en los días, tormentosos días, que fueron el principio de la contienda civil de España en el mes de julio de 1936”. Fray Eugenio las resume. Sin embargo, el sacerdote don Jesús Fernández-Gallardo, en su obra “Los conventos toledanos en la diáspora (1936-1939). Tiempos recios” (Toledo, 2000), recoge casi al completo dicho relato.
15 días llevaba don Carlos como cura encargado de la parroquia. Tanto él como las religiosas agustinas fueron, desde los primeros momentos, el blanco de insultos y burlas por parte de los marxistas del pueblo.
El 24 de julio de 1936 varios hombres armados con fusiles y acompañados por el alcalde penetraron violentamente en el Convento del Santo Cristo de las Misericordias de La Calzada. “Decían -relata una religiosa protagonista de los sucesos- que teníamos armas, y que habíamos escondido a no sé qué frailes, o a ciertos bienhechores o amigos. Buscaban víctimas. Fue grande el desencanto. No encontraron lo que era el objeto principal de su atropello”.
Al día siguiente, festividad del Apóstol Santiago, patrono de España, don Carlos toca las campanas para señalar la hora de la Santa Misa. Empieza a revestirse con los ornamentos sagrados. Entran, en aquel preciso momento, unos milicianos. Van furiosos. Pistola en mano. Cogen preso al sacerdote. También al sacristán. Los trasladan al Comité comunista. Poco después, concediendo la libertad al sacristán, queda prisionero don Carlos. Aún sigue con la sotana. Del Comité lo trasladan a la cárcel. El edificio del convento sirve de prisión. Ese mismo día, por la noche, le ponen en libertad. Varias personas le aconsejan la huida. Don Carlos no accede a ello.
-¿Por qué voy a huir? ¿Qué me van hacer? No tengo enemistades. Nadie se puede considerar ofendido por mí. Acabo de llegar al pueblo. A nadie he hecho daño. Y, como no llevo aquí ni un mes ¿quién puede considerarse ofendido por mí?
Después le ordenan que se quite la sotana. El día 29, nuevamente le llevan a la cárcel. A las pocas horas, en aquella misma noche del 29 de julio del año 1936, es sacado de la prisión. Y, a un kilómetro de distancia, en dirección de El Gordo, es asesinado. Sería la media noche. El cadáver de don Carlos queda abandonado en el mismo lugar del suplicio. Trasladado, días después, al cementerio del pueblo. El sacristán de la parroquia colocó sobre el cuerpo acribillado a balazos un alba y una casulla. Sobre su pecho un crucifijo.