RICARDO MARÍN GONZÁLEZ
Regente de la Parroquia de Yepes (Toledo)

Los padres de Ricardo se llamaban Gregorio Marín Gallego y Aurea González Diezma. Don Gregorio se dedicaba a la agricultura. Tuvieron cinco hijos, y Ricardo, que era el cuarto, nació el 3 de abril de 1883 en Los Yébenes (Toledo). Cuando Ricardo era pequeño falleció su madre. Ingresó en el Seminario a los once años, en 1894, y estuvo allí hasta que fue ordenado el 11 de marzo de 1906.

Su primer destino fue Manzaneque (Toledo). En 1927 fue trasladado a Yepes (Toledo). Según los testimonios de personas que le conocieron, era una persona muy amable con todo el mundo especialmente con los niños y con los enfermos. Enseñaba a leer a la gente que no podía ir a la escuela e incluso buscaba trabajo para algunos que no se podían pagar los estudios.

Celebró en la iglesia hasta el 20 de julio de 1936. A los que el 18 de julio le decían que era muy peligroso acercarse a la iglesia, contestaba: “Si no me la cierran por la fuerza, no seré yo quien la cierre... Pase lo que pase, cumpliré mi sagrada misión hasta el fin”. Esa orden del alcalde le llegó ese mismo día. Entristecido dijo el sacerdote a unos fieles: “Me han cerrado la iglesia. Ahora haga de mí el Señor lo que quiera. Y, comprendiendo que era peligroso que les vieran junto a él, añadió: “Vosotros marchaos, tenéis hijos y debéis vivir para ellos”. Desde entonces permaneció como preso en su domicilio, aunque en ocasiones fue trasladado a otros sitios entre befas.

El 15 de agosto fue trasladado a la hospedería del convento de las MM. Carmelitas, donde ya se encontraban detenidos el coadjutor de la parroquia, Siervo de Dios Nicasio Aparicio Ortega, y el capellán del Convento, Siervo de Dios Nicasio Carvajal Bugallo. Los dos fueron asesinados el 18 de agosto.

Pasados casi tres meses, el 23 de octubre, vinieron a buscarle sobre las once de la noche, hallándole las milicias en oración. Comenzaron las burlas, los puñetazos y los golpes con la culata del fusil hasta hacerle sangrar. Caminando dificultosamente fue con ellos hasta la plaza, al pie de la iglesia. Como seguían los golpes, cayó ensangrentado en la tierra, y dijo a los verdugos: “No puedo seguir más, matadme aquí junto a mi iglesia... ¡Os perdono!”. E incorporándose un poco recibió la descarga mortal. Su cuerpo apareció mutilado pues los milicianos le cortaron una oreja como trofeo.

Le enterraron en el cementerio de Yepes, en el Panteón particular de una familia piadosa, hasta que su propia familia pudo ir a recoger sus restos una vez acabada la contienda.

Actualmente está enterrado en la Capilla de los Mártires de la iglesia de Santa María la Real de Los Yébenes (Toledo).