RAMÓN ROJO DÍAZ-CERVANTES
Párroco-Arzipreste de Cazorla (Jaén)
El cronista de Cazorla, Doctor Medardo Laínez López (1873-1961), nos ofrece en su obra “Cazorla Roja”, los apuntes biográficos del que fuese párroco-arcipreste de Cazorla.
«A mediados del mes de febrero de 1917, procedente de Pastrana (Guadalajara), de donde era cura párroco, y en virtud de permuta con don Áureo Martín Maestre, que a la sazón lo era de Cazorla, llega a este pueblo jienense don Ramón Rojo Díaz-Cervantes.
De estatura más que regular, fuerte constitución, tez clara ligeramente congestiva, ojos azulados de mirada penetrante y viva, rubio el pelo, pulcro en el vestir, conciso y ameno en el hablar y aparentando menos años que los que en realidad tenía. Estas eran las más salientes características personales de don Ramón, que se manifestaba como hombre respetable, culto, inteligente y sano.
Había nacido en Almonacid de Toledo en 1884. Hijo de familia humildísima. Los primeros años de su vida en un ambiente de tal estrechez, dedicada toda la familia a los trabajos propios de la industria del esparto que, como en más de una ocasión nos contó, sus hermanos y él tenían que permanecer en la cama, mientras su madre les lavaba la única camisa que tenían. Como a medida que el muchacho fue creciendo, fuese dando pruebas de envidiable inteligencia, bien fuese porque el precario estado de la familia mejorase, o porque los parientes o amigos le ayudaran, el caso fue que bien joven fue enviado al Seminario de Toledo, donde pronto y en vista de lo mucho que prometía fue elegido para que estudiase Teología y Derecho Canónico en la Universidad Gregoriana como alumno del Colegio Español de Roma[1]. Cuentan las crónicas, y testigos presenciales así lo aseguran que, por aquellos entonces los apellidos Eijo y Garay [que será obispo de Madrid de 1922 a 1963] y Rojo Díaz-Cervantes por largo tiempo gozaron de gran fama entre la seleccionada grey intelectual de aquel Colegio. De allí y una vez ordenado, a los 24 años, vino a cantar misa a su pueblo en 1908, pasando a desempeñar en propiedad la parroquia de Pastrana. En circunstancias bien críticas y difíciles llegó a Cazorla. No defraudó las esperanzas que en el pusieron sus superiores. Bajo su administración y mando, bien pronto nuestro histórico “Adelantamiento” fue investido del respeto y rango que siempre tuvo [se conoce como “Adelantamiento de Cazorla” a un señorío que Fernando III de Castilla concedió al arzobispado de Toledo, en 1231]. Con él vino su anciana madre, llamada Petra, su hermano mayor Faustino y su sobrina carnal Cirila de poco más de doce años. Como por aquellos entonces la parroquia no dispusiera de casa rectoral se instalaron en una de la calle del Carmen frente a la iglesia del mismo nombre.
[No quiso don Ramón que su hermano Faustino trabajase en nada, pues decía que ya bastante había trabajado en su juventud para que él llegara a cantar misa. Era Faustino, hombre maduro, soltero, retraído, poco amigo de la calle, y aunque físicamente se pareciese a su hermano, no aparentaba gozar de muy buena salud. La madre, no parecía sino que se hallaba recién sacada de su pueblerino hogar de Almonacid de Toledo, y vistiendo las mismas ropas que allí usara y rezando en el mismo rosario que allí siempre tuvo. Ensimismada pasaba los días y las horas en la muda contemplación de su hijo, del señor cura, como ella decía, que adoraba en ella. Nadie la vio nunca en la calle pues sus únicas salidas eran a la misa del alba que se celebraba en el Carmen. Eso sí, al primer toque se colocaba su tocamantilla, empuñaba el rosario y con el pequeño banco de esparto que la criada le porteaba se dirigía a la Iglesia colocándolo en el rincón menos visible. Y allí, sobre aquella circular esterilla, único y nostálgico recuerdo de sus primeros tiempos, inadvertida, soñolienta y contrista, la madre del señor cura oía el santo sacrificio de la misa, que para ella a pesar de su especial rango, siempre estuvieron de más los bancos, sillas y reclinatorios de la iglesia.
En cuanto a Cirila que como ya hemos dicho representaba tener unos doce años y era una muchacha sana y pizpireta, no tardó en vérsele danzar y alternar por todas partes con los muchachos de su edad de las principales familias del pueblo].
Pronto don Ramón Rojo se dio a conocer en toda su valía. El arciprestazgo que siempre ostentó Cazorla y que en tiempo de don Áureo fue trasladado a Quesada, no tardó en volver a la capital del Adelantamiento. Era el siervo de Dios uno de los pocos sacerdotes que dominaban el griego. Hablaba a la perfección el latín, el italiano y el francés. Orador elocuente de purísima pronunciación, buen teólogo, filósofo profundo y competente canonista, con la mayor modestia supo ocultar sus grandes dotes de fino y ameno literato, de estilo, las más de las veces inspirado en la picaresca clásica española. Su colección de “pequeñas estampas” que contadísimas personas tuvieron la suerte de conocer y que poco después con brutal inconsciencia la vorágine revolucionara se tragará, eran pruebas indelebles de su esclarecida y privilegiada inteligencia.
Tanto en la iglesia como fuera de ella siempre supo ocupar su puesto, nunca desertó de él, y se le encontró preparado, pues como él decía, no le gustaban las improvisaciones. Y así era en efecto; y como comprobación, el cronista se va a permitir intercalar una anécdota que en estos momentos se le viene a la memoria y que a su juicio cree vale la pena siquiera sea por lo bien que en ella se perfila el carácter y manera de ser de nuestro biografiado.
En cierta ocasión, me parece que fue en los últimos días del mes de junio de 1928, deambulaba por los pueblos de esta provincia el redactor del periódico izquierdista “El Sol”, don Luis Bello Trompeta, haciendo una campaña en pro de lo que él llamaba “la casa del maestro”. Por cierto que no venía tratando muy bien, que digamos, los pueblos por donde pasaba, pues en más de una ocasión llegó a burlarse en sus crónicas, hasta de los guisos más clásicos y nutritivos de la cocina popular. Al llegar aquí, Cazorla, siempre hospitalaria y acogedora, no solo le recibió como ella acostumbraba, sino que sin tener en cuenta las ideas políticas del visitante, le brindó el homenaje de un banquete. No fueron ciertamente muchos los comensales. Unos treinta nos reunimos en el amplio y confortable comedor del “Gran Hotel”. Transcurría el acto en un ambiente de simpática intimidad, cuando a los postres y con su proverbial elocuencia hizo uso de la palabra don Rafael Laínez para ofrecer el acto. Unas breves frases de salutación y bienvenida por parte del alcalde don Rafael Montesinos y para el señor Bello que se levanta a dar las gracias un cortés aplauso de todos los presentes. Y ahora digamos en honor a la verdad, que ni estuvo acertado, ni mucho menos oportuno, el tono que a su discurso dio el Sr. Bello.
Bien poco -sigue contado el Dr. Laínez- y muy a la ligera trató la cuestión primordial de su campaña en pro de la casa del maestro, en cambio y sin darse cuenta del público que le agasajaba, lentamente nos fue enjaretando una estridente y pesada soflama del más agresivo extremismo. Terminó como es lógico su perorata en medio del poco disimulado desasosiego de los concurrentes. Unas leves palmadas de pura cortesía parecían dar la señal de desbandada, cuando don Ramón Rojo que con el alcalde y las demás autoridades ocupaba un puesto en la presidencia, serenamente se levantó diciendo:
“Señores, un momento. Voy a pronunciar una palabras para contestar personalmente al señor Bello Trompeta”. Y comenzó así: “Mi más sincera felicitación a don Luis Bello por su campaña en favor del maestro. Le ruego no se desilusione por la crudeza de mis palabras, yo reconozco Sr. Bello, siempre tuvieron el defecto de no saber enmascarar la verdad. No creo que nada positivo saquen los maestros de esta campaña de la que al fin y a la postre señor Bello, será usted el único beneficiario, pues ya verá como los maestros acaban regalándole una casa, mientras ellos siguen sin ella”.
Y el más hermoso canto que de la venerable figura del maestro de escuela rural se hiciera, tuvimos la suerte de escuchar nosotros aquella noche de los labios de don Ramón Rojo. Y después, apenas callados los aplausos prosiguió:
“En cuanto a la segunda parte de su discurso, esto es, a sus ideas políticas, debo manifestarle señor Bello, que nos encontramos en completo desacuerdo. Aunque usted no lo ha dicho, bien claramente ha demostrado sus simpatías con el socialismo marxista, engendrador de esa absurda y fratricida lucha de clases, que hace tiempo tiene ensangrentado al mundo. Yo en cambio señor Bello, propugno el socialismo cristiano, aquel que Cristo predicara y la Iglesia defendiera, aquel que al condensar el Divino Decálogo en aquellas sublimes frases: `y al prójimo como ti mismo´, viene procurando la paz y la confraternidad entre todos los hombres de buena voluntad que pueblan el mundo”.
Y como a partir de este momento, y a medida que la recia personalidad de nuestro párroco se iba agigantando, la feble figurilla del señor Bello se achicaba por momentos, este, al fin hombre listo, deseoso de poner fin cuanto antes a tan embarazosa situación, se inclinó hacia el señor alcalde y aparentando hablar en tono confidencial, pero haciéndolo de forma que todos le oyeran, dijo: “Este cura parece que todos los días lee El Socialista”. Cortó en seco don Ramón su elocuente discurso, se volvió al Sr. Bello, e irguiéndose aún más de lo que ya estaba, contestó: “Tiene razón el Sr. Bello Trompeta. Este cura -y con elegante ademán, con su mano diestra, se golpeaba el pecho-, este cura lee todos los días El Socialista; pero lo lee a través de El Debate”.
Una estrepitosa salva de aplausos atronaba todavía el amplio comedor del “Gran Hotel”, cuando don Luis Bello, con forzada sonrisa se despedía de todos».
Bello, luego afirmaría en su crónica [de El Sol del 4 de septiembre de 1928] que había entablado conversación con un cura sobre la necesidad de escuelas y maestros: “–Lo que aquí hace falta -nos decía en Cazorla un sacerdote con elocuencia bélica de guerrillero de la fe- es que la enseñanza esté bien traspasada de espíritu cristiano. ¿Hacer muchas escuelas? ¿Nombrar muchos maestros? ¿Y la idealidad? ¡Lo que hace falta es que los maestros que nos envíen sean buenos cristianos!”. Lo cual luego ridiculizaba.
«En el transcurso de los 21 años que convivió don Ramón con nosotros tuvo dos grandes contrariedades. La primera fue la muerte de su hermano Faustino acaecida en la calle del Carmen y la segunda la muerte de su madre ocurrida en la calle de las Monjas. Al morir ésta y quedar solo con su sobrina Cirila, que ya era una mujer, don Ramón que estaba en todo, se apresuró a traerse a una hermana de ella llamada Eusebia, mujer esta de avanzada edad y por cierto muy enferma del corazón.
Instalados en la amplia casa rectoral construida en los ensanches de la parroquia, don Ramón Rojo, que era un vidente a medida que el tiempo pasaba y en lontananza se iban dibujando los negros nubarrones de la tormenta social que se nos venía encima, salía menos de su casa. Pasaba los días en la biblioteca enfrascado en los libros y devorando la prensa. Yo lo veía a menudo, pues frecuentaba la casa con motivo de la enfermedad de su sobrina. La conversación con él recaía siempre sobre el mismo tema. Él era francamente pesimista. ¡Cuántas veces me lo dijo!
“-Usted, don Medardo, tal vez lo vea porque tiene la suerte de permanecer a una clase, a la que aunque solo sea por egoísmo, no será de las más perseguidas. Yo, en cambio, no. La tormenta empezará descargando sobre la Iglesia de cristo y, sus servidores, los sacerdotes, serán las primeras víctimas”.
Cuántas veces procuré por todos los medios convencerle de que exageraba, otras tantas veces saqué el triste convencimiento de que no lo había conseguido…
Surgió el estallido. En la tarde del 21 de julio del fatídico año de 1936, lo vi por última vez. Estaba con sus sobrinas en la puerta de la Central de ferrocarriles en espera de la salida del coche correo. Vestía una vieja y raída sotana y se tocaba con una flamante gorra negra. Al verme vino hacia mí y tratando de esbozar una triste sonrisa me dijo…
“-Voy a ver si puedo entregar estas muchachas a una hermana mía que está en Albacete, ya que a mi lado nada bueno les puede aguardar”. Y prosiguió: “-He querido salir de Cazorla con la misma sotana con que entré. Al pasar por Peal tendré que quitármela”.
Y al decirme esto una lágrima rodó por sus mejillas. Pronto se repuso y continuó: “-Crea Usted que no es cobardía, es imposición de mis sobrinas. La campaña del despecho dio la señal de salida”.
Sus fuertes y musculosos brazos abrazaron convulsivamente mi tórax, mientras en voz baja me dijo: “-¡Don Medardo, hasta el valle del Josafat!”.
Confieso mi cobardía. Un nudo que atenazó mi garganta me impidió articular palabra, mientras las lágrimas que pugnaban por brotar de mis ojos sólo muy borrosamente me permitieron ver desaparecer a mi respetable y querido amigo dentro del coche, que momentos después entre una nube de polvo se iba perdiendo en el camino.
Y así, a partir de aquel momento y envuelto en la enorme polvareda que en toda España levantaba la tragedia marxista se fue desdibujando de nuestro recuerdo la respetable figura de uno de los mejores párrocos que el Adelantado de Cazorla ha tenido.
Borrosamente se supo que al llegar a la Estación de Alcázar de San Juan, tuvo que seguir a Madrid por estar revolucionariamente cortadas todas las comunicaciones con Albacete. En la villa y corte tras no pocos episodios y sinsabores fue acogido en la casa de una cristiana familia de Cazorla. Era esta la de don Cecilio Pérez Muñoz, donde en unión de sus sobrinas permaneció hasta que dos meses después fue apresado ingresando en la cárcel que en el Colegio de los padres escolapios de la calle San Antón los rojos habían establecido. Y allí seguía, hasta que en la noche del 7 al 8 de noviembre de aquel año y con motivo de hacer una saca general de presos para descongestionar las cárceles que estaban materialmente abarrotadas, don Ramón Rojo, a quién parece ser que hasta entonces no había sido mirado con muy malos ojos en aquella casa, fue interrogado si era o no sacerdote, dándole hasta cierto punto a entender que de la contestación que diese dependía su vida. No dudó un momento y sereno y consciente de la suerte que le esperaba, contestó: “-Yo no puedo renegar de la fe de Cristo que tengo jurada. Soy sacerdote y por cierto, cura párroco de Cazorla”. “-Por la boca muere el pez”, dijo el interrogante, y empujándole violentamente pasó a engrosar el número de las víctimas. Pocas horas después, don Ramón Rojo y Díaz-Cervantes era fusilado en Paracuellos de Jarama».
El final del relato mezcla y confunde lo sucedido. Una vez más, José Manuel Ezpeleta, uno de los mayores expertos sobre lo sucedido en Paracuellos, nos informa: «Don Ramón Rojo fue detenido y llevado a la catedral de Jaén. De allí salió con destino a la prisión de Alcalá de Henares en el segundo tren (el del 12 de agosto de 1936) y se libró de ser asesinado junto con el obispo de Jaén. Fue conducido con otros más a la comisaría de Vallecas y puesto en libertad. Se refugió en un domicilio particular (Pensión) de la calle Esparteros nº 8, hasta que el 15 del mismo mes fue de nuevo detenido en la pensión por miembros del Ateneo Libertario de Vallehermoso y conducido a la Dirección General de Seguridad. Más tarde ingresó en la cárcel Modelo y según algunas fuentes -declaraciones- el 6 ó 7 de noviembre fue asesinado. Pero lo documentado es que en dicha cárcel permaneció hasta que esta fue evacuada, y entonces fue conducido a la prisión de San Antón, hasta que el 27 de noviembre recibió la orden de traslado (ser evacuado junto con más presos). Lo cierto es que salió de dicha prisión el 28 de noviembre, en la 4ª saca o expedición, con destino a Paracuellos, donde fue fusilado. Tanto en la Causa General cómo en el Archivo Histórico de Defensa constan muchas declaraciones y datos de sus detenciones y expediciones.
De hecho, conservamos la declaración de 1941 de Cirila Ramírez Rojo, sobrina del siervo de Dios, de la “Causa General” que informa que don Ramón nació el 31 de agosto de 1884 en Almonacid de Toledo. Que ella vivía con él en Cazorla. Que se refugiaron «en Madrid, en la Pensión Riojana, calle Esparteros nº 8, en donde el día 22 de septiembre de 1936, fue detenido con la dicente por unos individuos que decían ser policías, y trasladado a la Dirección general de Seguridad de los rojos, en la que fueron despojados de cuánto dinero, libretas de ahorro y resguardos de depósito tenían en su poder.
La dicente fue puesta en libertad, pero a su referido tío lo internaron en la Cárcel Modelo y, después trasladado a la llamada de San Antón; y según informes adquiridos, le sacaron de esta última en la noche del 27 al 28 de noviembre de 1936, en unión de otros mártires más y fusilado en Paracuellos».
[1] Estuvo en el Pontificio Colegio Español de San José de Roma de 1903 a 1909 estudiando en la Pontificia Academia de Santo Tomás de Aquino y en la Pontificia Universidad Gregoriana. Obtuvo el doctorado en Teología Dogmática y el doctorado en Derecho Canónico, respectivamente.
Fue ordenado sacerdote el 16 de julio de 1908.