JUAN BAUTISTA GÓMEZ BAJO
Párroco de Valdepeñas de la Sierra (Guadalajara)

Nació en Santa Olalla, provincia de Toledo, el 14 de febrero de 1906. Era hijo de Santiago y Eugenia. Fue bautizado en la parroquia de San Julián, en su pueblo natal, el 21 del mismo mes y año, por don Julián Arroyo, coadjutor de la misma, siendo su padrino su tío, Tomás Gómez. Realizó sus estudios en el Seminario de Toledo. En “El Castellano”, del 19 de julio de 1930, leemos que con motivo de las fiestas del Santísimo Cristo de la Caridad (y de la reapertura del templo parroquial, que llevaba en obras desde 1925) ha actuado “de subdiácono el joven y virtuoso seminarista, hijo del pueblo, don Juan B. Gómez Bajo”.

Fue ordenado sacerdote, junto a dos compañeros. Las órdenes “las confirió su Eminencia Reverendísima el día 15 en la capilla del Palacio Arzobispal”. Era el 15 de febrero de 1931 y se trataba lógicamente del cardenal Pedro Segura.

Ejercía como párroco de Valdepeñas de la Sierra, provincia de Guadalajara, cuando estalló la Guerra Civil. El 25 de julio de 1936, festividad del Apóstol Santiago, llegaron al pueblo varios milicianos lo que retrajo a la feligresía de asistir a la Santa Misa, pues sólo asistieron alrededor de diez personas. Al terminar de celebrar la Santa Misa, los milicianos requisaron las llaves de la iglesia y, antes de abandonar aquel pueblo, mataron a Antonio Cánovas, uno de los dos médicos que vivían allí.

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Aprovechamos para publicar esta fotografía poco conocida. Es del pontificado del Cardenal Segura (1928-1931). El quinto por la derecha es el Cardenal. El primero por la derecha es el Obispo auxiliar de la diócesis (lo fue de 1928 a 1935), monseñor Feliciano Rocha Pizarro que terminó siendo obispo de Plasencia.

Junto a ellos y los otros prelados aparecen tres obispos mártires: el beato Narciso de Estenaga, obispo de Ciudad Real (fue deán de la Catedral de Toledo), el primero por la izquierda; junto a él, el Siervo de Dios Eustaquio Nieto Martín (que preside nuestro proceso de Provincia Eclesiástica de 464 mártires); y el tercero por la derecha, el Obispo de Cuenca, Beato Cruz Laplana.

Los vecinos de Valdepeñas de la Sierra (Guadalajara), después de este incidente, acompañaron a don Juan Bautista al pueblo cercano de Tortuero. Cuando llegaron allí, enterado el alcalde de lo sucedido, decidió esconder al sacerdote en las parideras de las cabras que había en el campo. Y allí, proporcionándole mantas y ropa para dormir, le subió la comida durante los meses de agosto a octubre. Llegado el mes de Noviembre, dado que era imposible continuar en aquel refugio por las inclemencias de tiempo, don Juan Bautista le comunicó al alcalde su deseo de entregarse personalmente a la Guardia Civil.

A pesar, de que tuvo ocasión para huir a la zona nacional por la proximidad geográfica, decidió volver a Valdepeñas de la Sierra para conocer el paradero de su madre y de su hermana, que permanecieron en la casa parroquial cuando él se ausentó. Allí, le capturaron los milicianos y quisieron fusilarlo enfrente del local de la Cámara Agraria, pero algunos vecinos se opusieron, de modo que decidieron llevarlo preso a la Cárcel Provincial de Guadalajara, donde se encontró con muchos otros sacerdotes.

El 1 de septiembre de 1936 se intentó asaltar la cárcel como represalia por una incursión aérea de los militares franquistas que no causó daños. Afortunadamente, la saca pretendida por un grupo de milicianos armados no se llevó a efecto. Pero este hecho inicial dejó grabado en la conciencia de todos los presos que un nuevo intento no quedaría frustrado.

El 6 de diciembre de 1936, por la tarde, la aviación nacional bombardeaba Guadalajara, pretexto utilizado para desencadenar una tragedia. Concurrieron en ella todos los agravantes. El gobernador civil concedió explícitamente su anuencia y el ejército republicano colaboró directamente en la masacre. De este modo, la turba armada se desparramó por todas las dependencias de la cárcel e inmediatamente comenzaron los fusilamientos en masa. Los asesinatos continuaron hasta avanzada la tarde. Los milicianos subían y bajaban por dormitorios y galerías. Disparaban a quemarropa, acribillaban a los refugiados en las dependencias o los empujaban al patio para ejecutarlos. Así hasta las tres de la madrugada que acabó la descomunal masacre. Consumado el crimen, era necesario deshacerse de los cadáveres. En camiones fueron llevados, unos hasta una fosa excavada en un olivar situado en el camino de Chiloeches, y otros a fosas comunes del cementerio de Guadalajara. Entre ellos estaba nuestro protagonista.

Según el informe policial para la Causa General (legajo 1071, expediente 1, folios 67 a 70), firmado el 8 de febrero de 1944, se mató esa noche a 283 personas en la prisión central y 20 en la militar, por tanto a un total de 303 presos.