GREGORIO MARTÍN RUIZ
Párroco de Santiago Apóstol de Noblejas (Toledo)
Gregorio nació en Madrid, el 20 de febrero de 1904. Estudio en los Hermanos Maristas de Toledo. Tras su paso por el Seminario Conciliar fue ordenado sacerdote, el 11 de junio de 1927. El año anterior la salud del cardenal Enrique Reig y Casanova comenzó a resentirse de una forma alarmante y fue ingresado temporalmente en el Hospital de Ciempozuelos. Habiendo regresado a Toledo, y tras unos meses de dolorosa enfermedad, falleció el 25 de junio de 1927, justo dos semanas después de la ordenación de nuestro protagonista. Por eso, dicha celebración fue presidida por monseñor Rafael Balanzá y Navarro, que fue obispo auxiliar de Toledo de 1923 a 1928.
En “El Castellano” del 5 de julio de 1927 leemos que don Gregorio ha tomado posesión de la coadjutoría de Calera: “como sabemos las excelentes dotes que adornan a este señor, nos felicitamos por su nombramiento, y deseamos que su estancia entre nosotros sea duradera para bien de este pueblo”. Al año siguiente se le nombra ecónomo de Albarreal de Tajo; en 1931, ejerce el ministerio en Casasbuenas; de 1932 a 1934 está de ecónomo en Los Navalucillos.
Los feligreses de Navalucillos formarán parte de la segunda peregrinación diocesana que acude a venerar el Corazón de Jesús, recién inaugurado en la Vega de Toledo.
Como hemos recordado en otras ocasiones, el 8 de febrero de 1931 el cardenal Pedro Segura había puesto la primera piedra de dicho monumento. Luego, tras la fatídica e injusta expulsión de España del Cardenal Primado, el Corazón de Jesús no sería bendecido hasta dos años y medio más tarde.
La inauguración no pudo celebrarse con la misma solemnidad con que se festejó la colocación de la primera piedra, pues las circunstancias políticas recomendaban cierta discreción; de modo que se celebró solamente una misa privada en la cripta a la que asistieron los miembros de la junta que gestionó las obras y los artistas que habían participado, acompañados de sus respectivas familias.
En la revista “La Hormiga de Oro” de Barcelona, del 22 de junio de 1933, podemos leer que: “ha sido erigido por suscripción popular y bendecido por el Vicario Capitular del Arzobispado (monseñor Feliciano Rocha Pizarro), el domingo de Pentecostés”.
El 5 de julio de 1933, leemos en “El Castellano”: «Organizada por el Apostolado de la Oración de Navalucillos y su celoso párroco don Gregorio Martín Ruiz, mañana llegará a esta capital (Toledo) la segunda peregrinación diocesana al Monumento del Sagrado Corazón de Jesús. A la llegada de los peregrinos, alrededor de las ocho, se celebrará la misa de comunión en la cripta del Monumento y se hará la consagración del pueblo al Sagrado Corazón. Acto continuo subirán a Toledo para tomar el desayuno en el Círculo de los Caballeros del Pilar y cantar una Salve a la Santísima Virgen en la capilla de dicho centro. A media mañana continuarán todos al Cerro de los Ángeles, para volver a Navalucillos a la caída de la tarde».
Por otra parte, se conservan varias noticias con motivo de sus predicaciones, en la Iglesia de San Juan Bautista de Toledo, durante el mes de las ánimas. La primera del 26 de noviembre de 1931, siendo ecónomo de Casasbuenas. El tema fue: “Necesidad que tienen de nuestros auxilios las almas del Purgatorio”. Dos años después, el 16 de noviembre de 1933, siendo ecónomo de Navalucillos, predica sobre la “Facilidad de allegar sufragios para las ánimas benditas por el uso de jaculatorias”.
El último destino de don Gregorio será la regencia de la parroquia de Santiago Apóstol de Noblejas. Cuando, en julio de 1936, llegue la persecucion religiosa no podrá escapar de la furia de los marxistas. Apresado en su domicilio por un grupo de comunistas y encerrado en la cárcel hubo de sufrir incontables malos tratos, hasta que el 14 de agosto, después de haber sido despojado de todo cuanto llevaba, fue muerto a tiros a un lado del camino de Noblejas a Ocaña, hacia la mitad del trayecto. Su cuerpo, completamente desnudo, fue trasladado en un volquete al Cementerio de Ocaña.
La parroquia y la ermita de Santa María Magdalena, ambas totalmente saqueadas, quedaron convertidas en mercado y depósito de abastos, respectivamente. No hubo noticias de profanación de las Sagradas Formas, pero sí del Stmo. Cristo de las Injurias. Destrozada la imagen, anduvo la cabeza rodando varios días por las calles sin que nadie se atreviera a recogerla y siendo el blanco de la brutal y salvaje impiedad de los “sin Dios”.
El párroco, siervo de Dios Matías Heredero Ruiz, fue asesinado en la ciudad de Toledo, el 23 de julio de 1936. Por su parte, el coadjutor, don Tomás Segovia Blanco, logró escapar en los primeros días de la guerra, y sobrevivir en Madrid [falleció el 19 de marzo de 1950, ocupando la coadjutoría de Santa María la Mayor y como capellán de las Hermanitas de los Pobres en Talavera de la Reina].
El caso del siervo de Dios Gregorio Martín nos ofrece tratar un tema controvertido, como fueron las supuestas apariciones de la Virgen en el pueblo toledano de Guadamur. Podía dejarlo en mostraros la foto y, por lo tanto, contemplar el rostro del mártir, lo que ya en sí provoca la devoción que buscamos al pedir su intercesión. Pero creo que puede ser interesante tratar este tema, sobre el que hace precisamente año y medio, el 1 de julio de 2019, publicaba Enrique Sánchez Lubián en «ABC» su artículo XLIV de Esbozos para una crónica negra de antaño, y que llevaba por título Duendes, fantasmas, brujos y otras apariciones. Allí
«El obrero Nicanor Patiño relatando al cura y al médico de Guadamur la forma en que dice percibió la aparición».
El cura era don Gregorio. La foto la publicó el diario gráfico «Ahora» el 5 de septiembre de 1931.
Así narraba Enrique Sánchez Lubián lo que sucedió (y él público en «ABC» el 1 de julio de 2019): «Gran revuelo nacional se montó durante varias semanas de 1931 a cuento de unas supuestas apariciones de la Virgen María en un olivar próximo a la localidad de Guadamur.
«Todo comenzó en la tarde del 26 de agosto. Consuelo Villamor y su hermana, hijas de un médico de la localidad, salieron de paseo junto a una amiga, Josefina Escribano. Cuando el sol comenzaba a declinar, al pasar junto a un olivar, a unos dos kilómetros del pueblo, al lado de una huerta conocida con el nombre de «Los Muchachos», vieron entre los árboles una extraña aparición, que identificaron con una bellísima dama enlutada que se desplazaba sin tocar el suelo. Llevaba las manos «amorosamente» cruzadas sobre el pecho y su manto negro se fundía con las sombras. La figura irradiaba un halo luminoso. Las jóvenes, aterradas, corrieron al pueblo a relatar lo que les había sucedido.
Al día siguiente, los visionarios fueron un grupo de muchachos que regresaban a Guadamur tras haber dado un paseo en bicicleta. El «encuentro» tuvo lugar en mitad de un camino y uno de ellos, Benjamín Alonso, de catorce años, hubo de emplearse a fondo con los frenos del velocípedo para no atropellar a la «mujer enlutada», quien ornaba su cabeza con una corona rodeada de oscilantes lucecitas a modo de estrellas.
No tardó en correrse la voz por la localidad y cientos de vecinos se congregaron en el olivar. Aunque la mayoría de ellos no vio nada, unos cuantos sí aseguraban percibir la extraña visión, que, a decir de estos, se asemejaba a una imagen de Nuestra Señora de la Soledad. En el lugar se hizo presente una pareja de la Guardia Civil, esforzándose en realizar un reconocimiento exhaustivo del olivar cada vez que alguno de los presentes exclamaba «¡la veo, la veo!», sin advertir ellos nada extraordinario.
Durante las semanas siguientes, la afluencia de curiosos a Guadamur fue masiva. Hubo días en que más de un millar de personas se congregaban en el olivar, orando juntos y esperando ver a la extraña dama enlutada, de extraordinaria belleza y cuyo rostro recordaba a algunos de los visionarios el de la Virgen de la Encarnación, que por entonces se veneraba en la iglesia parroquial. Solamente unos cuantos «privilegiados» la contemplaron».
Explica Sánchez Lubián que la noticia trascendió pronto al ámbito provincial, toda vez que aquel verano estaba siendo pródigo en supuestas apariciones marianas en diferentes lugares españoles: Ezquioga (Guipúzcoa), Espejo (Álava), Torralba de Aragón (Huesca) o Mendigorria (Navarra).
El 2 de septiembre de 1931 leemos en El Castellano:
Las supuestas apariciones de Guadamur. Anoche se congregaron millares de personas. Más de 100 autos particulares y varios autobuses. Guadamur, 2, 11 mañana. —(Conferencia telefónica de nuestro corresponsal).
Cada día que pasa es más honda la preocupación general, más intensa la emoción de todo el pueblo ante el asombroso fenómeno de que a diario es testigo, pues, aunque con menos prodigalidad -solo a contadas personas, generalmente de fuera, se aparece ahora la misteriosa visión- todos los días se produce la emocionante aparición.
Ayer, martes, durante la tarde y la noche vinieron más de cien automóviles particulares y numerosos autobuses, reuniéndose en el ya famoso olivar miles de personas de todas las clases sociales.
Durante el rezo del rosario no se advirtió nada anormal. Al anochecer se produjeron algunos casos: un hombre de Cobisa, una señora de Toledo y dos o tres niñas afirmaron que veían la aparición, y hubo que prestarles auxilio, pues sufrieron fuertes accesos nerviosos.
El de Cobisa, hombre joven, de recia constitución, apellidado Juaristi, al ver la visión cayó de rodillas y preso de vivísima emoción, anheloso y trémulo, de rodillas como estaba avanzó a velocidad incomprensible hacia la oliva en la que, dijo luego, veía claramente a la Virgen de la Soledad. Y sintió un gran pesar -confesaba después- cuando, próximo ya a la oliva, la visión desapareció.
La señora de Toledo, Sagrario del Río, también joven, también corrió, llevando en brazos un niño de escasos dos años, hacia otra oliva donde, a su vez, se le apareció la visión. Esta señora padecía luego una intensa excitación nerviosa.
Es curioso observar en todos cuantos han experimentado el fenómeno que, no obstante, la dolorosa impresión que sufren, sienten irresistibles deseos de volverlo a ver. Y no es raro encontrar desasosegados e inquietos a hombres que vieron la aparición, que no recobran la calma sino paseándose por el olivar, más curioso todavía que ninguno de ellos ha vuelto a ver la misteriosa aparición.
Guadamur se ha transformado. Su conmoción espiritual es tan grande, que se manifiesta en todo. Bullicioso y alegre por temperamento, calla y medita. Ya no recorren sus calles las ruidosas rondas de mozos, no turban la paz de la noche las canciones de la gente moza, ni atormenta los oídos del vecindario el ronco zumbar de las banderas de los quintos. Tomado de la emoción de lo misterioso Guadamur calla, medita y espera».
En el mismo ejemplar del El Castellano del 2 de septiembre de 1931, leemos:
Unas cuartillas del señor cura ecónomo de Guadamur. Lo que hay de cierto. - Líbreme Dios de negar, de espaldas a las delicadas observaciones de la clínica, que, al poderoso influjo de una autosugestión, pueda surgir en la retina la encantadora imagen de una supuesta aparición milagrosa. Norma invariable de la Iglesia es, por esto, aquilatar prolijamente todas las circunstancias antes de señalar la efectividad del prodigio, y solo habla cuando, agotan todos cuantos elementos de juicio puedan ofrecérsele, le ha sido factible deslindar campos y establecer lo que es naturalmente explicable y aquello que pertenece a la esfera de lo sobrenatural.
No, no niego el terrible poder la sugestión. Fácil sería, si por acaso hablaseis con algún pseudo vidente, que acabara por sugestionaros también; tal firmeza de convicción hay en sus palabras. Y es que el que así os puede hablar no es un embustero. Es, simplemente, un sugestionado. Ve, en efecto, pero allá en su interior, sin que esta visión por consiguiente responda a ninguna objetividad real.
Mas si puede parecer ridículo y pueril pretender milagros y apariciones, que tengan su razón de ser en un desequilibrio de nervios, situándose de espaldas a la ciencia, lo sería igualmente, y hasta monstruoso, querer explicar todos los prodigios naturalmente, de espaldas a la fe.
¡Ezquioga! ¡Guadamur! Dos lugares donde afirman que la Madre de Dios se aparece. La noticia ha corrido por España entera como chispa en reguero de pólvora. En la carretera que conduce al último, y bordea el olivar propiedad de los señores Romillo, se agrupan a todas horas, de día y de noche, infinidad de coches procedentes de distintos puntos. En todo momento son innumerables las personas que allí acuden. Unos afirman que ven la aparición. Otros regresan apesadumbrados de no haberla visto. Y no faltan los que, con escéptica sonrisa de espíritus fuertes, les parezca ser esto inaudito en el siglo actual, como si hubiera limitación de tiempo para la omnipotencia de Dios.
- ¿Usted qué opina, señor cura?, me suele preguntar alguno de ellos.
-Francamente, nada -respondo- puedo asegurarles que yo no lo he visto. (Debo advertir que no soy el párroco de este pueblo, donde ha veinte días que hallo supliendo a quien lo es hasta que disfrute los dos meses de licencia que le han sido concedidos).
En el caso que nos ocupa, no soy el indicado, por otra parte, para públicamente opinar. Mas, si mis ojos no vieron a estas horas la celestial imagen, relatemos lo que observaron a mi alrededor.
De vuelta al pueblo, tras breve paréntesis de obligada ausencia, son muchos los que, saliéndome al encuentro apenas doy en las primeras casas, me hacen sabedor del extraño suceso con emoción mal contenida. ¿Los primeros testigos? Unas niñas. Sonrío y callo. Y las pequeñuelas que esperan impaciente mi regreso para referirme todo cuanto es a estas horas del dominio de nuestros lectores, me invitan a subir al lugar con ellas. Se lo prometo: allá a la caída de la tarde, cuando mitigue sus rigores este sol de fuego de Castilla y ganoso de hallar vacilaciones en la respuesta y contradicción en el detalle, las someto hábilmente a un extenso interrogatorio. Todas me contestan con serenidad admirable. Hay en el ingenuo deslizarse de la infantil conversación rotundísimas afirmaciones defendidas con ese ardor que ponen los niños en las suyas cuando saben que lo que dicen es verdad. Por mi parte, ni afirmo ni niego. Prudencia y calma.
Llegados que fuimos al lugar señalado, seguidos de una muchedumbre inmensa en la que figuraban personas de toda clase y condición, se reza el santo rosario en medio de profundo silencio. Tengo a las niñas arrodilladas ante mí. Concluida la plegaria, nos ponemos en pie. Aún no han visto nada. ¿La verán esta tarde? Asidas a mis manos recorremos el olivar. Y cuando conversando con ellas, hemos andado no más de veinte pasos, María Corral y Justinita Alonso, de diez y doce años, respectivamente, señalando con las manecillas trémulas un olivo próximo, exclaman a un tiempo mismo intensamente pálidas:
- ¡Ahí está! ¡Mírela, mírela, señor cura!
Un escalofrío sacude mis carnes. No veo nada. Ellas se aferran a mí y se echan a llorar. No hay medio humano de hacerlas que se acerquen. Y al hacerlo yo, para infundirles ánimos, me aseguran que la Señora retrocede, desapareciendo instantes después.
Os juro que, si no hubiera visto, con ser bastante, nada más que esto, no hubiera emborronado estas cuartillas.
Pero he visto más: hombres de los de pelo en pecho, no fácilmente sugestionables, de veinticinco, de treinta cuatro y cuarenta y cinco años, de fe tan lánguida que pudiera juzgarse extinta que, subiendo al espoleo de la curiosidad, y alguno con expresa intención de mofarse al lugar de las supuestas apariciones, regresaron convulsos, aterrados, admirando a los que fueron testigos de la escena y conmoviéndoles con el amargo llanto de sus ojos brotado al resurgimiento de su fe. No cito nombres por la extensión de estas cuartillas, habiendo sido dados a la publicidad en anteriores números.
Caso curiosísimo el de un joven apellidado Patiño, de unos veinticinco años de edad que, tumbado al pie de un olivo en unión de varios compañeros, siendo por filo la media noche, decía burlándose:
-No seáis tontos, la Virgen no viene. Es de nogal y arde; continuando con otras frases de peor gusto, que la pluma se resiste a escribir.
Instantes después la ve y retrocede aterrado porque asegura que la aparición avanza hacia él, desplegado el negro manto como si quisiera cobijarle en dulce arranque de amorosa ternura.
Son varios los casos de mujeres y jovencitas que dicen la vieron; pero, sin negar su veracidad, las paso por alto por la fácil impresionabilidad característica del temperamento femenino.
¿Sugestión? Puede efectivamente darse en muchas de las personas que ahora acuden con el anhelo de ver las apariciones; incluso puede extender ahora a las niñas que primeramente la vieron.
Pero no olvidemos que entre tanto concurso de gentes la carencia de sugestiones sería también otro milagro. Y, sobre todo, que la última palabra ha de decirla el magisterio de la Iglesia. Gregorio Martín Ruiz».