JUAN CARRILLO DE LOS SILOS
Capellán de Reyes Nuevos en la Catedral de Toledo
Vocación de dominico. Don Juan nació en Toledo en la calle de Santa Fe el 22 de diciembre de 1873 y el 27 del mismo mes, en la parroquia de La Magdalena, recibe las aguas bautismales. Sus padres Felipe Carrillo y Facunda de los Silos, buenos cristianos, son los primeros en modelar el corazón del niño e inclinarlo hacia la virtud. A los diez años, en la parroquia de San Justo, hace su primera comunión.
A los doce años ingresa en el Seminario venciendo grandes dificultades, pues siendo el mayor de sus hermanos (tenía dos más: Dionisio y Eloísa) eran otros los designios de su familia para él.
Juan no es un alma vulgar que se contenta con poco, quiere darse por completo a Dios y a los diecisiete años ingresa en el Convento de los PP. Dominicos de Ocaña. Una pequeña biografía publicada en “Vida Sobrenatural” en Julio-Diciembre de 1938 (tomo XXXV) afirma que “bien pudiéramos llamar a don Juan Carrillo el gran enamorado del Patriarca de los Predicadores, Santo Domingo de Guzmán, y por lo tanto, amante apasionado de María”.
Un año y medio después un vómito de sangre hace fracasar sus más sublimes ideales y regresa al seno de su familia, no sin llevarse metido en las fibras más recónditas de su alma el amor a Santo Domingo, que le hará repetir tantas veces en su vida: “-Padre mío, que en todo me ganen los dominicos, pero en amarte, ¡no!”
Sacerdote diocesano. Los exquisitos cuidados de la familia le hacen recobrar prontamente la salud y puede continuar su carrera eclesiástica con fervor siempre creciente. Por esta época de su vida colabora activamente en la benéfica obra del Beato Joaquín de la Madrid, al que acompaña pidiendo por los pueblos para los niños pobres, cual si fuera un san Vicente de Paúl.
El 5 de marzo de 1898 recibe la ordenación sacerdotal y el 19, el Obispo le envía al pueblo de Guadamur (Toledo) para celebrar la fiesta de San José y que, por enfermedad del párroco, seguirá atendiendo interinamente. ¡15 años durará la interinidad!
El celo de Don Juan ha captado las simpatías de todos y aquí empieza la vida del sacerdote santo que es de todos y para todos; su programa es el del apóstol de Languedoc, es decir, como Santo Domingo de Guzmán derramar a manos llenas y por todas partes los tesoros de ternura con que Dios ha enriquecido su corazón. Bautiza, confiesa, predica, casa o unge con el óleo santo al que está próximo a partir de este mundo, y esto con el celo de un apóstol y la naturalidad de un santo que parece que no hace nada, porque para él la humildad es como la atmósfera en que respira.
¡Quince años de trabajo incesante en Guadamur! Don Juan es el apóstol infatigable que no repara en ningún sacrificio y que es tan dulce y suave para con todos como de temple de acero para oponerse al mal, aun exponiendo su vida, como le sucedió con unos protestantes que hacían intensa propaganda en aquel pueblo.
Durante los últimos años de su ministerio parroquial fue confesor del Obispo auxiliar de Toledo, Monseñor Prudencio Melo y Alcalde, que había sido consagrado el 20 de noviembre de 1907. Éste le pidió que le acompañase, como su mayordomo, cuando en 1913 fue nombrado Obispo de Vitoria. Luego el 22 de marzo de 1917, el Doctor Melo es nombrado Obispo de Madrid-Alcalá, y don Juan todavía permanecerá a su lado durante un año y medio más, hasta que regrese a la diócesis como capellán de Reyes Nuevos de la Catedral Primada de Toledo. Éste fue el radio de acción en que se desenvolvió toda su vida.
Las relaciones con las almas hacen repercutir en el corazón del apóstol sus dolores y sus alegrías, sus progresos y sus deficiencias, y así tiene para todos palabras de aliento, de consuelo y de esperanza; porque D. Juan posee el don precioso de llegar hasta el fondo de los corazones y conmover sus fibras más recónditas. Con sus sermones electriza a los auditorios. “A Nuestro Padre Santo Domingo he pedido la gracia de sacar fruto de mis sermones”, dijo muchas veces y era verdad indiscutible en mil ocasiones comprobada.
A este propósito, decía el Siervo de Dios Benito López de las Hazas (martirizado a los 81 años durante la persecución religiosa en la ciudad de Toledo): “Yo no sé lo que Don Juan tiene, pero lo que sí sé es que yo he llevado por los pueblos a muchos sacerdotes con fama de elocuentes y sabios, para propagar la devoción al Corazón de Jesús, y ninguno me saca el copioso fruto de Don Juan”.
Otra persona declara: “En otros sermones, por mucho que me gusten, no me da gana de hacer lo que el predicador dice; pero con Don Juan… El otro día nos habló del rosario, que debía ser siempre nuestro compañero… y yo, desde ese día, no lo separo de mí, duermo con él entre las manos, como él nos decía”.
Terminamos este apartado recordando una anécdota que tantas veces él mismo contaba. Un día iba a predicar a Santa Leocadia y unas señoras iban diciendo: “¿Pero quién es el que predica en la novena de la Virgen de la Salud que va tantísima gente?”, dijo una. “Pues, es el hijo del carpintero”, respondió otra. D. Juan siente el corazón rebosar de júbilo: “Muchas gracias, les dice, han dicho como de Jesús: Es el hijo del carpintero”.
Generosidad y devoción. Como todas las almas grandes, en cuanto a Don Juan sus recursos se lo permitían, se mostraba espléndido para todo el mundo, de un modo especial para las religiosas, y aún más si cabe, con las hijas de Santo Domingo. A las religiosas de Madre de Dios las regaló una hermosa Virgen del Rosario, un Santo Domingo, los Sagrados Corazones y dos ángeles de adoración, que todo, desgraciadamente, desapareció durante la persecución religiosa en el verano de 1936. A las religiosas de Jesús y María les regaló una Virgen del Rosario, la Sagrada Familia, la Virgen de Lourdes y Santa Catalina. A las monjas de Santo Domingo el Real un San Joaquín. A las religiosas Gaitanas unos ángeles de adoración. También a las Dominicas de Segovia, a las de Ajofrín (Toledo) y a otras comunidades… ¡cuántos regalos las hizo! ¡Y cuántas cosas más que su humildad ocultó, y que no tuvo más testigo que el Cielo!
Su amor a María y a Santo Domingo era sin límites. Jamás se desvistió de su gran escapulario, que llevaba como buen terciario dominico. Muchas veces decía: “-Por las noches, me envuelvo en mi rosario de quince misterios, porque si me muero quiero que el rosario sea mi mortaja y mi compañero hasta en la tumba”. Todo esto nos hace adivinar lo que había en el fondo de su alma.
Se dice que muchas veces Don Juan había previsto los acontecimientos que iban a sobrevenir y, como de cosa prevista o conocida hablaba de ellos en la intimidad.
Peregrinaciones. De cuando en cuando interrumpe sus ocupaciones habituales (predicar, confesar, misiones, retiros o los ejercicios espirituales a las comunidades religiosas, a las que se sabe atendría por toda la diócesis…) para emprender viajes a diferentes santuarios y así poder explayar su espíritu. Tres ó cuatro veces peregrina a Lourdes, Roma y Bolonia. En muchas ocasiones, aquí en España, visita Caleruega (Burgos) y Segovia.
Por ejemplo, entre las peregrinaciones se encuentra la que casi cada año realizaba a la Santa Cueva de Segovia. Se trata de una cueva, ahora transformada en capilla, donde Santo Domingo de Guzmán oró, se disciplinó y recibió extraordinarias gracias del Señor, entre ellas, la de que se reprodujesen en su alma y en su cuerpo todos los pasos de la Sagrada Pasión. Esto sucedió siendo ya Santo Domingo fundador de la Orden, cuando en 1218 regresó, desde Roma, a España.
Muchos santos a lo largo de los siglos visitaron el lugar, entre ellos Santa Teresa de Jesús en 1576, cuando va a fundar a Segovia. Cuenta la historia que nuestro Señor le comunicó a la gran santa de Ávila: “-Aquí te traigo a mi amigo Domingo para que te recrees con él”. Entonces se le apareció Santo Domingo, el cual le dijo que se alegraba que hubiese ido a aquel lugar, y que no perdería nada, porque él y sus hijos la habían de ayudar en sus fundaciones. También le contó las gracias extraordinarias que allí había recibido del Señor. Todo esto consta por declaración que después la santa hizo a su confesor, el dominico Padre Yanguas.
Los terciarios y las terciarias dominicos de Madrid, dirigidos por los Padres del Convento de Ntra. Sra. de Atocha, tenían la piadosa costumbre de pasar en la Santa Cueva toda la noche del 24 al 25 de septiembre, víspera de una de las fiestas del santo.
Una religiosa dominica da testimonio afirmando: “-Nosotras asistimos una vez y nunca hemos visto cosa que más se pareciese al cielo, o si se quiere al culto de las catacumbas. Pues a estas peregrinaciones solía asistir Don Juan y pagar el viaje para que fuese algún seminarista de Toledo”.
También dice el dominico Padre Perancho: “La hora santa que nos predicaba era algo extraordinario. El último año se la tomaron taquigráficamente y corrían varios ejemplares entre las terciarias de Madrid, que se leían con gran provecho. Recuerdo en la última ocasión que en su misa de madrugada, después de comulgar, empezó un fervorín de despedida y rompió a llorar con tal ímpetu, que no pudo terminar. Acabado el último Evangelio quiso reanudar el hilo de la plática, pero los sollozos volvieron con tanta fuerza que le fue imposible decir la mitad de lo que pretendía”.
Otra testigos insiste: “-¡No olvidaremos nunca, aquellas noches en que, con los peregrinos de Madrid, se pasaba velando en la santa cueva de Segovia, que parecía trasunto de paraíso!” A Don Juan estos recuerdos santos le electrizaban y decía: “¡Yo el más grande pecador, el último de los hijos de Santo Domingo, orar y predicar en donde nuestro Padre oró y predicó!”. El júbilo y entusiasmo delirantes de nuestro terciario, en semejantes ocasiones, era imposible describirlo.
1936, comienza la persecución. Constante, con absoluta entrega y sin retrocesos, siempre mostrándose digno sacerdote y con el celo de un apóstol, se fue deslizando la vida de nuestro mártir.
Según relata su hermana, un día, al regresar a su casa, se le veía profundamente conmovido. Una gran tristeza se reflejaba en su semblante. Eloísa, cariñosa, enseguida le pregunta: “-Pero, Juan, ¿qué te pasa?, ¿qué te han dicho?, ¿qué te han hecho?”. “-Nada, nada, responde, que el Obispo nos ha dicho que, dado el cariz que van tomando las cosas, nos fuéramos preparando algún traje de paisano”. Entonces mirando a la Santísima Virgen, exclamaba: “-¡Madre mía, de paisano no, de sacerdote siempre! Que me concedas la gracia de derramar toda mi sangre, dar mi vida yo, yo el culpable, pero vistiendo mis hábitos talares”. Aquel día no pudo comer.
La casa de Don Juan era para la orden de los dominicos, que pasaban o llegaban a Toledo, como su propia casa. Por eso, su hermana también recuerda a unos dominicos que se dirigían a La Habana (Cuba) de misiones y que querían despedirse de su hermano. Estando allí Eloísa le propone lo siguiente: “-¿Sabes, hermano, lo que se me está ocurriendo?” “-No sé”, contesta. “Pues que te podías marchar con estos Padres… ya ves cómo se están poniendo las cosas”. Reflexionó unos minutos y contestó: “-¿Por qué me dices esto? ¿Es que mi presencia en tu casa podía comprometeros, a ti y a los tuyos?” Ella, entristecida, responde: “-Hombre, eso no lo digas siquiera”. Don Juan terminó diciendo: “-Si es compromiso, me podría marchar, de lo contrario de ningún modo: el Señor aquí me tiene, y si es su voluntad, derramaré por él mi sangre”.
El capítulo más inmediato será, antes del 18 de julio, la novena de la Virgen del Carmen, que predica del 8 al 16 de julio en donde vierte toda su elocuencia y su amor apasionado por María; se supera a sí mismo, habla de la atmósfera asfixiante que se respira y de los acontecimientos que están por venir.
Por su hermana también sabemos que, meses atrás, estando ella en casa enferma y sujeta a una difícil operación quirúrgica, una tarde don Juan se la queda mirando con pena; y, con una ternura indefinible mientras lo observaba todo como si fuera la primera vez que entraba en esa habitación, le dice: “-¡Qué jaula dorada más hermosa, aunque se quedará vacía, ya que los pájaros volarán!”. “-¡Calla Juan!, ¿qué dices?, con lo enferma que estoy y que se te ocurra decirme esas cosas”, replica la hermana. “-¿Es que voy a morir?”, prosigue angustiada mujer. “-No, no, tú vivirás y los demás moriremos, y te quedarás sola”.
El incendio de la Magdalena. Su hermana Eloísa, una vez más, nos sirve de interlocutora validísima con los recuerdos que narró sobre lo vivido junto a su hermano.
“No olvidaremos nunca el macabro espectáculo que nuestros ojos vieron la víspera de Santiago: aquella noche iluminada por los fulgores siniestros de templos, maravillas de arte, que se convertían en pavesas”. A los oídos de D. Juan llegaron estas voces: “-¡Está ardiendo la Magdalena!”. Él exclama: “-Eloísa, ¡sube a ver qué pasa!” “-¡Sí, es verdad!”, contesta su hermana. Sube rápidamente a la azotea. Momentos indescriptibles. Entre sollozos Don Juan exclama: “¡Jesús mío, tú entre llamas! ¡Hasta en el fuego! Yo soy el culpable de todas estas cosas; Señor, piedad, piedad para todos, más ofuscados que culpables”… En esto cae la techumbre de la iglesia y se oyó claro y distinto el metálico sonido de dos campanas. “¡Por última vez, dijo él, oyen mis oídos esas campanas queridas de la iglesia donde me bautizaron, donde canté mi primera misa, donde hubieran salmodiado el Oficio de difuntos el día de mi entierro! ¡Ya no tocarán más, nunca las volveré a oír!” Profundamente conmovido, su corazón de exquisita sensibilidad, no pudiendo resistir tan duro golpe, le hace perder el sentido y caer desmayado.
A la par, junto a los incendios, los asesinatos han empezado y son ya varios los sacerdotes que han derramado su sangre. Durante aquellos días, por la calle se escucharon con frecuencia estos gritos: “-¡Camaradas, venimos de dar el paseo a un cura!”. Don Juan lo sabe y está triste. Sí, muy triste, sus palabras nos ponen de manifiesto los sentimientos íntimos de su noble alma: “-Eloísa, ¿no vienen por mí? ¡Señor, yo no soy digno de derramar mi sangre! ¡Cuánto tardan! ¿No se acordarán de mí? ¡Como soy tan gran pecador no merezco tanta dicha!”.
31 de julio, cuatro de la tarde. A esta hora los milicianos llaman a su puerta. Su hermana abre y ve dos hombres demasiado conocidos en su casa. Sí, recordaba bien que su hermano le había pagado el entierro al padre de uno de ellos y la dote a su hermana para que se casara; y que el otro llevaba siete años trabajando en su casa. Le dijeron: “-Eloísa, podremos pasar a tu casa a buscar a tu hermano, porque siempre nos hemos tratado con mucha franqueza”. “-¿Para qué le queréis si no está?”
En ese momento Don Juan sale de su habitación y dice a los milicianos: “-¿A quién buscáis? ¿A mí? ¡Aquí me tenéis!”. “-Vente con nosotros, le dicen, para prestar declaración; pero, vístete que de cura no te queremos, de paisano, ¿eh?”.
Don Juan no tiene traje de paisano y se pone uno de su cuñado. El Siervo de Dios Osmundo Sanchís Sanchís, esposo de Eloísa, trabajó como factor telegrafista, oficial del Catastro de Riquezas Rústicas de Toledo y luego como Maestro aparejador de Monumentos. Osmundo presenció la detención de su cuñado y cómo su esposa tuvo que adaptarle uno de sus trajes para ir así a la muerte.
Así pues, su hermana se lo arregla un poco y le pone unos imperdibles que no acierta a prender; él lo advierte y le dice: “-Pero hermana, cómo rehílas; tranquilízate. ¡Quién te iba a decir que me amortajarías en vida!” Va sacando de los bolsillos lo que lleva encima, a la vez que le dice a su hermana: “Sé buena; te pido por favor que los perdones, no los mires mal; si algo te queda, repártelo con sus hijos”.
¡Cuánta ternura había en sus palabras! Mientras termina, coge una virgencita de Lourdes y la besa. Eloísa, llorando, se arrodilla ante los milicianos y les dice: “-¡Déjenme a mi hermano!, ¡Déjenme a mi hermano!; yo les daré cuanto quieran, cuanto tengo”. Don Juan, mientras la incorpora, le dice: “-Hija, deja, si lo que quieren son los cuerpos, son los cuerpos”. Abrazándolos se despide de ellos y baja la escalera, con las manos juntas, mientras ora. Con grosería inconcebible un miliciano le da un golpe para separárselas, a la vez que le dice: “-¡Anda tira pa’lante! En la calle le esperan otros siete con innegables muestras de placer. Uno de ellos le espeta: -“¡Anda, guapo, que ya llegó la hora que cayeras en nuestras manos!”.
En la esquina de Chapinería, mirando hacia la capilla del Sagrario, se despide de su patrona la Morenita, Nuestra Señora del Sagrario, santiguándose, también esto incomodó a sus captores, que le propinaron un fuerte golpe con el fusil y le llenaron de injurias.
En el camino se encuentra con un sobrino que le pregunta:
- “¿A dónde va usted, tío?”
- “Ya lo ves, hijo mío, a donde van los demás”, responde.
Son sus últimas palabras. A las cinco de la tarde, en el Paseo del Tránsito, su cuerpo cae acribillado a balazos. Lo fusilan junto al cadáver de Don Ricardo Plá, que desde ayer está tendido en el suelo. Qué pensamientos inspira antes de morir la presencia de aquel cuerpo sacerdotal: junto a un joven sacerdote mártir, ahora él también se entrega. Acribillado por las balas de los milicianos cae muerto en el acto. Luego profanan el cuerpo de Don Juan poniéndole un cigarro en la boca, ¡él que no había fumado nunca!
Tras el asesinato, regresaron los asesinos para desvalijar la casa. Al día siguiente, 1 de agosto, se cumpliría la profecía que Don Juan había hecho meses:”-Los demás moriremos y te quedarás sola”. Los milicianos regresaron para detener a Osmundo. Sólo tuvo tiempo de decirle a su esposa, deshecha de dolor: - Has de ser fuerte. Cuando Dios escribe, aunque nos parezca que los renglones son torcidos, siempre están derechos. ¡Hasta la eternidad! Como su cuñado fue acribillado a balazos en el Paseo del Tránsito de Toledo.
En cuanto le es posible amolda su vida a las reglas y constituciones de la orden dominica que se ve obligado a abandonar, y así le sorprendemos alguna vez en la solitaria iglesia de un convento de monjas haciendo las múltiples inclinaciones que prescribía el ceremonial dominicano para el rezo del oficio divino.