NICASIO CARVAJAL BURGUILLO
Capellán del Convento de San José y San Ildefonso de las Madres Carmelitas Descalzas de Yepes (Toledo)

 El Siervo de Dios Nicasio Carvajal Bugallo era natural de Los Yébenes (Toledo). Se ordenó el trece de marzo de 1910. Era el capellán del Convento de San José y San Ildefonso de las Madres Carmelitas Descalzas de Yepes (Toledo).

Hemos conservado el testimonio de la Hermana Patrocinio de la Virgen del Carmen. En el siglo se llamaba, Eugenia Ugena, y era hija de la demandadera Catalina Agudo. Madre e hija vivían en la hospedería. La Hermana Patrocinio tenía entonces 16 años, por eso lo recordaba todo:

D. Nicasio Carvajal, era el capellán de las carmelitas, estaba trabajando con la juventud para formar la Acción Católica, por esto los de las izquierdas no le tenían ningún afecto, porque entonces, qué sé yo, pensaban era algún partido político. Al estallar la guerra y la persecución contra los curas y las monjas, él pasó el Santísimo por el comulgatorio al convento y se marchó con su hermana, que vivía aquí en el pueblo.
Como le perseguían para matarle, andaba escondido por donde podía: por los tejados, pidiendo en las casas si se podía bajar para que le escondieran… Pero entonces en las casas donde le pudieran esconder, estaban todos perseguidos y nadie quería comprometerse más, y todos le decían lo mismo: “-Por Dios, D. Nicasio, váyase, que nos pierde. No nos comprometa”.

Hasta que un día le vieron desde las eras - como entonces estaban en la recolección del verano - y enseguida subieron por él, le cogieron y le trajeron a la hospedería del convento.
Venía el pobrecito que no se le conocía, ni él conocía a nadie. ¡Cuánta hambre y sed, pasaría en pleno verano por los tejados! Le dejaron encerrado en una habitación del piso de arriba. La noche del 15 de agosto, solemnidad de la Asunción, los del comité trajeron a la hospedería al párroco D. Ricardo Marín y al coadjutor D. Nicasio Aparicio, que los tenían presos en la cárcel del pueblo. Y bajaron a D. Nicasio Carvajal; el pobrecito no los conocía y les preguntaba quiénes son ustedes. D. Ricardo le decía: “- Nicasio, si somos nosotros”.
Mi madre y el hermano de mi madre, que estaba con nosotras, les dijeron a los que los traían que “si iban a tener la casa de cárcel, recogíamos nuestros muebles y nos marchábamos a nuestra casa”. Pero ellos dijeron que no, que de ninguna manera, que traían a los sacerdotes para tenerlos ocultos, por si venían los de fuera para poder decir que aquí ya no había curas, que los habían matado. Que en ningún sitio mejor que aquí podían estar, para que mi madre los cuidase y nadie se enterase que estaban aquí.

Así lo creímos, que los traían para tenerlos más ocultos, y a mi madre le dio pena que nos marcháramos y dejarlos solos -porque mi querida madre a los sacerdotes les tenia mucha veneración, respeto y cariño-. Les dejamos las habitaciones de abajo para ellos y nosotras nos subimos a las de arriba, y desde el momento que quedaron en casa, la casa quedó como un castillo; ninguno salíamos para no tener ocasión de hablar con los vecinos y con nadie, siempre la puerta cerrada para quitar toda ocasión; que por nosotras no se supiese nada.

Tanto es así que, como mi madre era la que salía a la compra, una señora que tenía un puesto de fruta en la plaza,  que era muy buena y tenía confianza con mi madre, le dijo: “-Catalina, me han dicho que están los sacerdotes en tu casa, ¿es verdad?”. Y mi madre le dijo que no estaban - el Señor no la habrá tomado en cuenta la mentira por el buen fin con que la dijo-. Y le dijo: “-Es que te quería dar una sandía para ellos”. Pero mi buena madre consintió no coger la sandía antes que descubrir que estaban en casa.
Los días que estuvieron en casa, de día y de noche, había un miliciano con ellos, con su fusil. Yo no recuerdo los días que estuvieron, pero no fueron muchos. Un día le dijeron a D. Nicasio Aparicio que había venido su padre por él, con su salvoconducto para llevárselo, pero no se le quisieron dar, ni que le viese. Ese día lo pasó muy mal. Decía el pobrecito: “-¡Estar aquí mi padre y no poderle ver…!”
El 17 de agosto, a las 2 ó 3 de la madrugada, llamaron a la puerta tres o cuatro milicianos. Los sacerdotes abrieron, pensando que venían a por ellos para matarlos, pero ellos muy sagaces les dijeron: “-Nada, es que estábamos por ahí de guardia y hemos dicho ¡vamos a echar un cigarro!, y pasar un rato con ellos”. Uno de los sacerdote dijo: “-Pues ya pensábamos que veníais por nosotros”. Y lo tomaron a risa, y les decían: “No hombre, no, alguna noche más pasaremos por aquí a pasar un rato con vosotros. Mirar para no andar llamando a la puerta, que nadie de la vecindad se entere. Aquí en la ventana vamos a dejar un bote y cuando vengamos, damos al bote y ya sabéis que somos nosotros”.
Y lo que venían era a preparar el camino para el día siguiente, venir por ellos y sacarlos sin que nadie nos enterásemos de nada, como así sucedió.
A la noche siguiente, a la misma hora, como la ventana daba a las eras, dieron al bote. Se levantaron y abrieron la puerta… se quedaron de una pieza al ver que venían armados para matarlos.
Con todo silencio los sacaron, como dos corderitos, a los dos Nicasios, y el pobrecito D. Ricardo se quedó solo en un mar de lágrimas. Era el , los dos sacerdotes unidos en cautiverio, fueron llevados a unos cinco kilómetros en dirección a Huerta de Valdecarábanos (Toledo), siendo asesinados en el campo.
Por la mañana bajó mi madre como todos los días y al dar un golpecito en la puerta y pedir permiso para entrar, D. Ricardo llorando le dice: “-Pase, Catalina, pase, estoy solo. Se los han llevado a matar a los dos”.
Mi madre se quedó de una pieza, no hacía más que decir: “-¿Por qué no me han llamado a mí y yo les hubiera dicho, les hubiera hablado?” 
¡Buenos estaban ellos para hacer caso de nadie y menos de mi madre, que estaba tan perseguida como ellos! Así terminó el martirio de los dos sacerdotes Nicasios, como les decíamos en el pueblo.
Ese mismo día por la noche, se llevaron a D. Ricardo a su casa, donde le esperaba pasar él solo otro calvario hasta el día 24 de octubre, fiesta de Cristo Rey, que las mismos de su pueblo le martirizaron en la esquina de la plaza.